LOS CUENTOS DE VALERIA
Autor: A. José María Pintos
Fecha: Agosto 2014
Registro de la propiedad intelectual: ISBN 964-950-7304-57-0
Cuando conocí a Valeria, estaba cursando el último año de diseño en el Instituto Almirante Brown. Su pequeño rostro redondeado y regordete, coronado por una larga cabellera siempre recogida, captó mi atención cuando la vi en una tienda de sombreros, probándose uno tras otro, sonriendo y moviéndose con gracia.
Al salir y al verme con los ojos exageradamente abiertos, tal vez algo sorprendido, volvió a sonreír y dijo:
—¡Juan! ¡Me estabas espiando! Me encanta probarme sombreros. Nunca los compro, solo me gusta probarlos.
Se quedó frente a mí, mirándome, sonriendo y abrazando un par de cuadernos y un libro contra su pecho. Comenzamos a caminar sin decir nada. Yo todavía no salía de mi asombro por verla de ese modo y en aquella situación. Ella caminaba a mi lado, callada pero tranquila, jugando a dar pasos que tocaban graciosamente el piso. No me atreví a preguntarle nada, solo iba a su lado. Una cuadra, dos, varias.
Finalmente, se detuvo y, mirándome a través de sus pequeños ojos verdes, frunció la nariz y dijo:
—Aquí doblo yo. Mi casa está a un par de cuadras y otras tantas por allí. Nos vemos mañana, ¿sí?
—Claro —respondí.
Tendí mi mano como para saludarla, pero ella, poniéndose en puntas de pie, besó mi rostro susurrando:
—Hasta mañana.
Así conocí a Valeria, sin imaginar que ese día se convertiría en el inicio de una historia que terminaría por escribir.
Era jueves. Desperté enredado entre las sábanas y con la luz del sol colándose en mi habitación. Mi madre había apagado la alarma de mi teléfono y corrido las cortinas de la ventana. Tengo 22 años, soy el segundo de tres hijos que conforman, junto a mi madre y a mi padre, una familia de personas ocupadas.
En realidad, no tan ocupadas. Javier, mi hermano menor, con sus 17 años no piensa en otra cosa que en chicas, paseos y salidas nocturnas, mientras que Facundo, de 26, ya ostenta un título y posee un auto que es nuestra envidia, pues lo cuida como a sus libros. Facundo, veterinario; yo, diseñador gráfico aún estudiando; y Javier, todavía indeciso sobre su futuro, somos la descendencia de una pareja chilena que se asentó en este territorio en los ’80. Papá, abogado; mamá, escritora, siempre soñaron con tener una finca por estos lados, criar caballos, algún que otro animal, y, por supuesto, niños.
Pero sus ocupaciones fueron absorbiendo su tiempo, relegando sus deseos para una época de sus vidas que tal vez nunca llegaría. Sin embargo, su satisfacción y felicidad eran evidentes e innegables. Aunque a veces sospecho que mamá, ya con 48 años, todavía suele preguntarse qué hubiera sido de no conocer a Pedro, mi padre. Pero como toda mujer educada por una familia robusta y trabajadora, siempre supo tener los pies sobre la tierra, la mente en sus metas, y el corazón en su familia.
El sonido de su máquina de escribir nos acompañó gran parte de nuestra infancia, hasta que en uno de sus cumpleaños, papá le obsequió una computadora. Pero nunca se deshizo de su vieja máquina; la guardó, y hasta creo que aún funciona. Sé que muchas noches la coloca sobre la mesa de su escritorio y la observa largo rato, buscando en ella la inspiración que una era digital no le da.
Me traslado al Instituto en transporte público. Es interesante, porque a pesar de que siempre ves las mismas caras, de vez en cuando aparece alguien nuevo y el día cambia de colores. No tengo muchos amigos; más allá de los grupos que se forman para realizar trabajos guiados, investigaciones y exposiciones, no me llama la atención reunirme por ocio. Y a pesar de que he salido con muchas chicas, enamorado de una que otra, y planeado en secreto fugarme de casa, nunca puse demasiado interés en formalizar algo, pues siempre creí que una familia se forma y se mantiene no solo con amor, sino con una posición económica estable y libre de preocupaciones financieras.
Por eso, al conocer a Valeria, como a tantas otras que han cursado estos años conmigo, solo vi en ella una compañera de trabajo. Pero esa tarde fue distinto. No es que me haya fijado en ella como mujer, sino más bien que me llamó la atención su repentino acercamiento y confianza hacia mí. Bueno, tal vez siempre haya sido así, solo que yo nunca lo había notado. Es como dicen: "Hay un tiempo para todo."
Pero es verdad que, aparte de ridículamente graciosos, esos sombreros se veían bonitos en su pequeña cabeza. Su gracia al moverse, su demostrativa simpatía, su siempre predispuesta sonrisa, y los detalles de su arreglo personal hicieron que no pudiera cerrar la boca por un instante. Hasta recuerdo haber dejado de respirar. Valeria. Su nombre en mis labios cosquillea como una pequeña descarga eléctrica. Mirando el reloj, calculo mentalmente el reencuentro. Como si fuera una cita, mi piel se eriza y mi corazón late con más fuerza, previendo que volveré a quedarme sin aire al verla.
Pero pasan las horas y no la encuentro. No asiste a clase esa tarde. Siento que pierdo una jugada. Y temo porque la próxima tal vez nunca se dé. El día transcurre sin novedad. Llegada la noche, no dejo de pensar en quien debería haber encontrado. La cena se hace silenciosa para mí, pero nadie pregunta; todos están demasiado ocupados con sus cosas como para entrever en mi rostro alguna preocupación.
La noche se hace larga y mi sueño, intermitente. Caigo en la cuenta de que mi agenda telefónica no contiene su número, y me asalta una inquietud. "Debí pedirle su número de teléfono, su email, su red. Pero... ¿qué hubiera pensado ella?" Tampoco debo apresurarme. Esta sensación, esta emoción ya la he sentido antes. Supongo que de no volverla a ver, la olvidaré como a tantas otras que fueron momentos de paso. Pero nada me convence de dejar de pensar en ella.
Cuando la alarma del teléfono sonó, yo ya estaba despierto. Hoy viernes entro a las 10:30. Tenemos que presentar trabajos. Siento curiosidad por ver qué presenta ella. La imagino llegar, sonreír, hablar, y volver a sonreír. Sonrío sin darme cuenta.
Al llegar al curso, hay mucho revuelo. Algunas personas corren. En una esquina, Juliana se seca las lágrimas. No entiendo nada. Pregunto qué ocurre. El encargado del sector me informa que Valeria se había suicidado el día anterior.
Me asalta la confusión. Todo se agolpa en los últimos minutos que estuvimos juntos. Su beso en puntas de pie. Su mano apoyándose en mi saco, en mi bolsillo. ¡Mi bolsillo! Noto algo en él. Reviso presuroso. Una pequeña libreta de notas con algo escrito en la tapa. Decía: Los cuentos de Valeria.
Se me inundan los ojos apretando la libreta. Hasta que por fin me controlo y la abro, y para mi sorpresa, noto que está vacía, que en su interior no hay nada escrito. En silencio, lloro. Valeria. Tal vez necesitaste un poco más de tiempo para conversar y hablar conmigo. Un tiempo que no supe darte. Y tal vez, de haberlo hecho, todo hubiera sido distinto.